POR: MARIO CASTRO G. /Ed.219 JUL.-AGO.-SEP. 2022
FOTOS: CEDIDAS
Jaime Takahashi fue el primer y principal traductor de la primera y principal agencia de empleos japonesa que alimentó las fábricas niponas de mano de obra latinoamericana
La historia de la inmigración masiva de latinoamericanos a Japón que a la sazón tiene como fecha de partida los primeros meses de 1989, fue protagonizada por dos partes bastante definidas: ellos y nosotros.
Ellos: los “ponjas” o japoneses, la segunda economía del planeta por aquellos tiempos, un país cuyas fábricas necesitaban de forma desesperada mano de obra no calificada, para sostener una burbuja económica que pronto comenzaría a reventarse. Nosotros: los “gaijines” latinoamericanos, principalmente peruanos, bolivianos, argentinos, paraguayos y brasileros que huíamos despavoridos de nuestros países debido a la violencia política, a la crisis económica o a ambas cosas que nos empujaban a buscar un mejor futuro al otro lado del planeta.
Sin embargo, en el grupo de “ellos” había uno de “nosotros”: Jaime Takahashi Todio (1953), un peruano que gracias a sus conocimientos de japonés se convirtió en el primer y luego en el principal traductor de Naruse, la principal y primera empresa de empleo japonesa, que se dedicó a alimentar de mano de obra sudamericana a las fábricas niponas. Casi sin proponérselo y sin que nadie lo preparara para ello, Jaime se convirtió en el puente entre un grupo de inexpertos y muchas veces asustados inmigrantes, y una sociedad a la que le era difícil entender porque alguien que físicamente parecía japonés, no hablaba su mismo idioma.
Colocado muchas veces entre la espada y la pared o lo que es lo mismo, entre el deber de cumplir con su trabajo y la necesidad de educar, corregir y enfrentar a su propia gente, la tarea de Jaime no fue siempre bien recibida. Solo el tiempo le demostraría a sus compatriotas que en Jaime tenían a un aliado, y que respetar las reglas y adaptarse a Japón no era una opción sino una obligación, además de la mejor estrategia para sobrevivir en un país tan diferente.
De la privada a la pública
“Cuando llegué a Japón por primera vez a principios de los 80, no me chocaron las costumbres ni el idioma o la sociedad. Lo que me chocó es que los japoneses me identificaran como extranjero. Cuando vivía en Perú me sentía japonés porque mi padre es japonés y mi madre nisei, pero cuando vine a Nihon me dijeron claramente que yo era perujin (peruano). Y tenían razón porque luego de analizarlo me dije: “si pues, soy peruano”. Y es irónico que haya sido en Japón donde reafirme mi nacionalidad peruana, algo que le ha sucedido a muchos dekasegi según he podido saber”, explica Jaime, que estudió hasta el tercer año de primaria en “La Victoria”, una escuelita particular ubicada en el distrito del mismo nombre, en Lima, donde en la mañana llevaba clases en castellano y en la tarde en japonés.
A partir del cuarto año de primaria Jaime, cuyo apellido materno, Todio, es la castellanización del japonés Tojo, ingresó al Melitón Carbajal, uno de los más insignes colegios públicos de Lima donde terminó la secundaria y desde donde salió derechito para la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde cursó la carrera de ingeniería electrónica.
Durante su educación secundaria Jaime prácticamente olvidó todo lo que sabía de japonés, salvo algunas frases o palabras que seguía utilizando en casa diariamente porque su familia, como muchas otras familias nikkei en el Perú, mezclan el castellano con el japonés de manera natural, llamando a la mamá okaasan, a la abuela obaasan o preguntando a qué hora se servirá el gohan (comida).
Sin embargo y cuando ya tenía 17 años, un encuentro fortuito en la piscina del Centro Cultural AELU con un japonés que recorría el Perú como mochilero, reactivó el idioma olvidado, el cual marcaría su futuro de una forma que él nunca llegaría a imaginar.
“Resultó que este japonés mochilero era de Shiga, la misma prefectura de mi papá, así que lo llevé a mi casa y congenió muy bien con mi viejo. De allí en adelante, otros japoneses que llegaban de mochileros al Perú comenzaron a llegar a mi casa porque entre ellos se pasaban las referencias, y nosotros los sacábamos a pasear o los ayudábamos en lo que podíamos. Todo esto me ayudó para recordar más el japonés”, explica Jaime, que poco después de ingresar a la San Marcos comenzó a trabajar en Panasonic, específicamente en la sección de video y televisión de National, una subsidiaria de la firma japonesa bastante popular en el Perú por ser la fabricante de las famosas pilas National.
Nacido y criado en el jirón Huascarán, uno de los barrios más respetados de La Victoria y el segundo de tres hermanos, corría el año 1981 cuando Jaime ganó una beca para estudiar durante nueve meses en Japón. Instalado en la ciudad de Osaka donde conoció la sede central de Panasonic, ese viaje fue una puerta de entrada y salida para Jaime: de entrada porque lo hizo darse cuenta de que al margen de sus raíces, él era peruano de pies a cabeza; de salida, porque ese viaje fue una especie de práctica de vida que lo preparó para una aventura que iniciaría nueve años después, cuando empujado por la violencia política y la crisis económica que asolaba el Perú, decidiría emigrar a Japón como dekasegi.
Naruse
“La idea que tenía al venir a Japón como dekasegi era la que tuvimos todos: trabajar duro durante unos cuantos años, ahorrar y regresar al Perú para poner un negocio. Pero lo cierto es que nos fuimos quedando, sin darnos cuenta. Primero llegamos solos, luego mandamos por la familia, después crecieron los hijos, algunos compraron casa y al final aquí seguimos”, explica Jaime que aterrizó en Narita en junio de 1989 y fue trasladado directamente a Mooka, ciudad en la que aún reside, para trabajar como obrero en Naruse o mejor dicho, en una de las fábricas a la que lo enviaría Naruse, la mayor contratista de latinoamericanos en la historia de Japón.
Con el paso de los años, Naruse, que inicialmente trabajaba solamente dentro del área de Kanto, abrió filiales para ampliar su alcance a otras regiones del país, filiales que bautizó con nombres como Senaru o Narukawa, el nombre original de la empresa cuya sede todavía permanece activa en Mooka.
El nombre de Naruse es originalmente el apellido japonés de los cuatro hermanos que formaron la empresa, y su sede se ubicó en Mooka porque antes de incursionar en la contratación de personal extranjero, la compañía ya proveía de personal japonés a fábricas de autopartes de la zona, como por ejemplo a la Nissan de Kaminokawa a donde llegó el primer contingente de dekasegi: 200 trabajadores brasileros.
A fines de los 80 en el Perú, era la agencia de viajes Inoue la principal proveedora de personal a la contratista Naruse, que inició sus operaciones con extranjeros trayendo al archipiélago trabajadores brasileros. Inoue se encargaba de reunir a los interesados y de financiarles el pasaje, el mismo que el trabajador pagaba en cuotas que se descontaban directamente de su salario a lo largo de varios meses.
“El grupo de 35 personas en el que vine a Japón no lo organizó Inoue sino el señor Higa, que también proporcionaba personal a Naruse. Y lo menciono porque existieron dos diferencias fundamentales respecto a los otros dekasegi peruanos que llegaron a Japón. La primera diferencia fue que nosotros pagamos nuestros pasajes, no pedimos financiamiento. La segunda diferencia y la más importante, es que llegamos a Japón con visa de familiar mientras que el resto de dekasegi lo hizo con visa técnica (kenshusei). Y lo que nadie dijo en un principio, es que la visa técnica de aquellos años solo era por seis meses y no se podía renovar en Japón. Es decir, todos los dekasegi que llegaron desde febrero de 1989 a Japón debieron regresar a su país seis meses después, y ese fue el primer gran problema que enfrentó la contratista. Un problema que me encargaron comunicarle a los trabajadores que obviamente, se me venían encima cuando les decía que tenían que regresar al Perú”, recuerda Jaime entre risas.
Pero volvamos un poco en el tiempo: cuando Jaime aterrizó en Narita fue trasladado directamente a la central de Naruse en Mooka, porque allí la empresa montó un ryo (dormitorios comunes) para alojar a los trabajadores mientras eran derivados a una fábrica, proceso que podía tardar de un par de días a un par de semanas.
“Dos semanas después de llegar me tocó el turno de que me enviarán a una fábrica en Saitama, era de soldadura. Pero para mi sorpresa y como el encargado sabía que yo hablaba japonés, me dijo que yo iría como líder y traductor del grupo. Llevé a todos hasta la empresa en Saitama, traduje las clases de soldadura y el sistema de trabajo de la fábrica, y un día me llamó el encargado y me dijo que ya tenía que regresar a Mooka. Cuando llegue a la oficina me preguntaron si podía traducir el manual de seguridad laboral de la empresa, dije que sí, me dieron un escritorio, y de pronto me comenzaron a llevar como traductor a visitar las fábricas de toda la región de Kanto”, refiere Jaime, que sin la más mínima preparación ni advertencia, se convirtió en el primer traductor de Naruse y luego en el principal intérprete de la compañía.
Es en estas circunstancias, que un día le contaron a Jaime el problema legal de las visas técnicas, y la necesidad de comunicarle a los peruanos que debían regresar a su país. “Fue una odisea. Llegábamos a una fábrica y teníamos que esperar a que acabe la jornada de trabajo y el sobretiempo, así que a eso de las 10 de la noche con la gente cansada, con hambre y de mal humor comenzábamos la reunión y obviamente, me querían matar cuando les contaba lo que pasaba. Lo más chistoso, era que luego de la reunión todos teníamos que irnos a dormir en el mismo ryo”, recuerda Jaime que añade: “al final entendían que yo solo era el mensajero, que no era decisión mía”.
Ante la masiva protesta de las empresas japonesas carentes de mano de obra, en octubre de 1989 el gobierno nipón decide ampliar la visa técnica de seis meses a un año, pero la medida seguía sin ser suficiente porque no era una solución a largo plazo. En 1990 finalmente, nace la visa de teijusha o la “visa nikkei” como muchos la conocen, porque le permite a los descendientes de japoneses el mismo estatus laboral de un japonés, es decir, trabajar en lo que quieran.
No existe una cifra confiable sobre cuántos trabajadores dekasegi llegó a manejar Naruse en su mejor momento, hay quienes hablan de dos mil personas, otras refieren que fueron el doble. Sin embargo, lo cierto es que en determinado momento la firma contratista tuvo bajo su mando más de 200 shunin (jefe), que era como se le llamaba al encargado que colocaba Naruse en cada fábrica para controlar el personal y tener un contacto inmediato con la empresa en caso de cualquier problema. Si la fábrica tenía dos turnos de trabajo, eran dos los shunin encargados, mientras que la cantidad de trabajadores de Naruse en una fábrica podía ser de 10 ó de 200.
Y a la cabeza de todos ellos, no por medio de un cargo formal sino por ser el sempai, el más antiguo del grupo se encontraba Jaime. “Con el tiempo fueron ingresando como traductores y encargados personas de Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay, pero siempre se les destacaba a una fábrica determinada mientras que yo debía estar en la oficina central todo el tiempo, pendiente de los problemas que aparecieran”, acota el peruano.
Problemas de adaptación
“Desde el inicio del proceso migratorio hubo problemas con diversos trabajadores. No me refiero a problemas de costumbre, indisciplina o cosas así, que era lo normal. Me refiero a problemas de adaptación que afectaban el estado psicológico del trabajador. Era un tema del que no se hablaba mucho por cuestiones de privacidad, que en Japón es un tema muy estricto, pero lo cierto es que en Naruse se tuvo que formar una especie de sección para que se encargue de todos los problemas de salud de los trabajadores”, revela Jaime.
“A pesar de todos los problemas que hemos enfrentado como dekasegi, se puede decir que el balance de nuestra presencia en este país es positivo. Japón nos ha dado mucho a pesar de que no es un país amable para el inmigrante, sobre todo a nivel legal. Sin embargo y a nivel del ciudadano común y corriente, cuando al japonés le das la oportunidad de interactuar con extranjeros es curioso, quiere conocer y se abre a nuevas experiencias”, asegura el peruano que desde el 2009 trabaja en la Asociación Internacional de Mooka, donde ha tenido la oportunidad de poner en práctica diversas actividades de intercambio cultural entre la sociedad local y las diversas colectividades extranjeras radicadas en su zona.
“Llevamos a cabo clases de cocina, eventos de vestimenta típica, clases de baile entre otras actividades, pero el mayor orgullo que tengo es el “Amauta Taller de Español”, donde enseñamos nuestro idioma a todos los interesados, pero principalmente a los hijos de inmigrantes dekasegi que lo están perdiendo. Una actividad que llevamos a cabo desde hace 11 años de manera ininterrumpida”, explica Jaime, que tiene dos hijas y varios nietos que en perfecto castellano le dicen “abuelito”.