POR: MARIO CASTRO GANOZA / Ed.223 MAYO-JUNIO 2023
Una de esas noches, ella me contó una historia que por inverosímil podría confundirse con una afiebrada y sacrílega fantasía, a pesar de ser completamente cierta. Una historia que he guardado en silencio todos estos años y que solo ahora me animo a repetir públicamente.
Me narró cómo el cura al que ella atendía diariamente haciendo las veces de una especie de ama de llaves, escuchó una noche ruidos extraños en la iglesia que regentaba, y motivado más por la curiosidad que por la preocupación, cogió una linterna y se encaminó a la parroquia, una construcción sencilla edificada poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial, que se alzaba a menos de 50 metros de la casa parroquial.
En la iglesia, completamente a oscuras en ese momento, el cura encontró en pleno altar a una pareja de japoneses haciendo el amor. Ambos estaban desnudos sobre una especie de manta que habían colocado en el piso y al costado, sus ropas. La pareja, también había tenido cuidado de dejar sus zapatos fuera del altar, ordenados perfectamente uno al lado del otro.
Entre sorprendido y furioso por lo que aparentemente era una profanación imperdonable, él cura le recriminó a gritos su conducta a la pareja, mientras ambos, escudriñados por el haz de luz de la linterna, intentaban cubrir su desnudez con la manta que les servía de improvisado un lecho.
Ante los gritos y reproches del párroco, el hombre bajó la cabeza y guardó silencio luego de murmurar unas disculpas. La mujer lo imitó pero en lugar de guardar silencio y entre sollozos, le contó al cura que eran esposos, que se habían casado hace varios años y que desde entonces, habían intentado tener hijos pero nada había dado resultado.
Acudieron al médico y este les confirmó lo que ya temían: que ella no podría ser madre. Por eso estaban allí esa noche, a pesar de que no eran católicos. Para pedirle al kamisama (Dios) cristiano que les hiciera el milagro de darles un hijo.
El cura guardó silencio unos segundos, luego bajó la luz de la linterna y les pidió que cuando terminasen, cerraran bien la puerta por la que habían entrado, se dio media vuelta y se fue a su casa. Ya en su cuarto, el cura se arrodilló al borde de la cama como hacen los niños en su más tierna infancia, durante sus primeros encuentros con Dios, y rezó por la pareja.
Kanagawa, mayo de 1995