“Donde se come… no se caga”[1]. No se conoce dónde aprendió esta decidora frase, pero Ella solía decirla para mostrar de manera contundente la gratitud y la lealtad que todo bien nacido espíritu debe tener para aquél que le tiende una mano y le ofrece la simple alegría de poderse llevar un pan a la boca, cuando de verdad las tripas retumban. Sabiduría popular, que le dicen. Conocimiento que brota de la humildad del que, con una mano atrás y la otra adelante, tuvo que emigrar en busca de un destino mejor. Ética de los que estando bien abajo, nunca dejaron de mirar hacia arriba con la fuerza que da la esperanza, con la fe que da valor.
Si Japón es el país del Sol naciente, Okinawa reposa en las aguas al sur de donde nace el Sol. De allí salió Ella en un viejo barco que, después de treinta y tantos días de navegación, arribó a una tierra de la que apenas sabía el nombre: Perú. Atrás quedaban la familia y las estrecheces del terruño propio; atrás quedaba San Francisco, el puerto norteamericano que pudo ver por la escala sanitaria que hizo la embarcación, donde por primera vez pudo comer –“¿qué será esto?”– pan con jamonada y donde también por vez primera vió, asombrada, hombres negros.
Por delante, tenía una nueva vida en otro suelo y la incertidumbre de un marido al que nunca había visto sino por foto. Al parecer, las cosas no caminaron muy bien, pues al cabo de un tiempo el hombre regresó a Okinawa, dejándola sola en el Perú. Más sola que nunca, porque se llevó consigo al hijo nacido de la frustrada relación; hijo que sólo pudo ver cincuenta años después cuando éste, adulto ya, regresó a ver y reconocer a la madre de la que fue arrancado siendo un niño.
Mujer sencilla, laboriosa, casi espartana, que no entendía de relaciones sociales y de muy pocas amistades, que no se sabe bien cómo terminó arrejuntándose con un paisano, bastante bebedor y muy orgulloso de su pasado militar por haber servido al ejército japonés en Siberia, Ella tuvo otros cinco hijos, a quienes sacó adelante luchando con, y muchas veces contra, el ex militar pasado de copas. Cuando éste murió, se vió otra vez sola, pero ahora con cinco chicos que mantener, y allí las cosas se pusieron color de hormiga. El hijo mayor, buen futbolista y amante de leer libros en la bañera, murió de hidropesía. Y, al cabo de un mes, una meningitis se llevó a la menor de sus hijas; hundiéndose en una depresión de la que pudo salir sólo por el impulso y el apoyo de la hija mayor, la fuerza que impidió que eso dejara de ser una familia.
Pasaron muchos años, muchas luchas y desvelos, pero Ella los supo siempre llevar con la sabiduría de la gente hecha de buena madera. Se levantaba antes que el sol despertara y, tempranísimo, empezaba su día sancochando fideos, lavando arroz, limpiando mesas y sillas, para recibir a sus caseros con el café con leche servido en vaso y el pan caliente crujiendo cuando se lo partía. Yo también trataba de levantarme temprano para alcanzarla antes de que saliera a hacer la plaza. De su mano iba al mercado, sorprendiéndome con la cabeza de chancho entera en el puesto de la señora que vendía chicharrones; o compadeciéndome de las pobres gallinas degolladas, desangradas, sancochadas y desplumadas, que terminaban en los ganchos colgadas para atraer la atención del respetable. Ella iba a hacer las compras para el almuerzo, y si la acompañaba, yo me ganaba un jugo surtido preparado de los porrones donde la papaya, la piña, el plátano y la betarraga, pelados y picados, nadaban, y saltaban directo a la licuadora, y de allí al vaso, y con yapa, por favor. Era un espectáculo, casi un parque de diversiones, la placita, La Paradita, el mercado cerca de casa.
Llegó la adolescencia y la edad en que empecé a llegar “temprano”, los domingos por la mañana. Y la edad en que empecé a llegar sazonadito, los domingos por la mañana. Y para fastidiarla, antes de subir a la casa, pasaba por la tienda, y sobre los tragos que ya traía encima, fingía una borrachera que no me dejaba ni hablar. Ella sólo decía: “Uy, ya toma, uy, ya ‘ta tomando”, para sólo después decirle: “no, me estoy haciendo, no he tomado nada”, y nos reíamos, pero no me estaba haciendo pues algo ya tomaba…
Ella y yo fuimos, por encima de todo, amigos. Veíamos la telenovela juntos, me encantaba hacerla reír diciéndole: “Aquí estamos en Perú. Háblame en castellano. La tuya, por si acaso. ¿Dónde está tu carnet de extranjería? Cuidadito que te denuncio”. La última vez que la vi fue en el aeropuerto Jorge Chávez. Ya había pasado el control de migraciones, cuando en el pasillo la vi con mi viejo, que la había hecho llegar no sé cómo hasta allí. Y, aunque ya había hecho varias idas y venidas, Ella sabía en el fondo, que era la última vez que nos íbamos a ver. Lloramos juntos y me fui.
Me dijeron que se quedó como dormida en el final. Me dijeron que alguna vez la encontraron llorando porque le pareció que yo había regresado, le pareció haberme visto y que me había ido sin siquiera saludarla, cuando en realidad yo estaba al otro lado del mundo pero siempre pensando en Ella. Ella fue mi abuela, mi amiga, la mujer que me quiso de gratis, sin pedir nada, sin esperar nada.
[1] Proverbio popular «donde se come no se caga» que establece que debe cuidarse mucho el puesto en el que uno trabaja, o ser agradecido con quien te alimenta, tratando de evitar la provocación de hechos que puedan costarle el cargo o la relación de quien te da la mano.
Nota publicada en Perú Shimpo, en mayo 2015, adaptada para la Revista Digital Kyodai.
A través de esta nota titulada “Ella”, celebramos a todas las personas que cumplen el rol de Madres en todas sus connotaciones.